Monday, July 30, 2007

La escritura otra
El caso de Serge André


Algunas novelas de Gabriel Miró, de Gerald de Nerval, de Virginia Wolf, de Alain Fournier, de Lawrence Durrell, de Marguerite Yourcenar, de Julio Cortázar, de Juan José Arreola, de José Bianco, de Reinaldo Arenas, han merecido el calificativo de “novelas líricas”: veáse el libro de Ricardo Gullón, La novela lírica, Madrid, Cátedra, 1984. Ortega diagnosticó el problema al afirmar que en la novela moderna la esencia no está en lo que pasa, sino “precisamente en lo que no es “pasar algo”, en el puro vivir, en el ser y en el estar de los personajes, sobre todo en su conjunto o ambiente”. Rubén Darío había pedido “ama tu ritmo”, y Juan Ramón Jiménez dijo más de una vez que libros como Diario de un poeta recién casado y Animal de fondo responden al ritmo del mar que los alentó al nacer. En resumen: hay libros en prosa que por su preocupación y lucha con el lenguaje, la intensidad de su introspección, su particular sentido del ritmo y el tono, su velocidad narrativa y su compromiso con la creación, están muy cerca del quehacer poético. Uno de esos libros es Flac, de Serge André, México, Siglo XXI Editores, 2000, en la extraordinaria traducción de Tamara Francés y Néstor A. Braunstein.
En esta libro, Flac es un niño de edad indeterminada, como entre 6 y 7 años, que fantasea con la idea de ser masacrado y resucitar, y que se habla a sí mismo con demasiadas y distintas voces. Por ejemplo:
“!Ah! ¡Ah! Estimado amigo, mi querido, han llegado el gran día y la gran noche… Luz y noche, de oro, de rojo y de negro. Loor; herida, deshonor. El momento de la verdad. ¡Por fin! ¡Que caigan las máscaras! ¡Y fuegos artificiales, bombas, granadas, balas luminosas y sin cuartel! Derrotado el Flac, confundido, aniquilado. Saqueado, acribillado, pisoteado. Estás perdido, amigo mío, perdido ¿entiendes? Ya no te levantarás, todo se hunde, es el fin. ¡El fin! ¡A la basura! ¡A la cloaca! ¡Al magma! La sentencia cae, ¡clac!, y con ella cae tu cabeza en el cesto del suplicio. El Señor Presidente ha perdido la cabeza, ha visto rojo y amarillo y negro, sol y estrellas, nadir y cenit a la vez… Sin piedad, sin circunstancias, sin dado qué. ¡Ejecución! Gran orquesta, a la orden ¡marchen! Todos los instrumentos, cada uno para sí, cada uno con su música. Alboroto, barullo, batahola. ¡Canten, griten, lloren, bromeen, golpeen con pies y manos, rompan arcos y batutas, vuelen violines y flautas! Foso en delirio, hoyo negro ensordecedor, tonitronante, ultrasonante. Cacofonía de vociferaciones, aullidos, carillones. ¡Crujan, rechinen, suenen! Bramidos, estertores y lágrimas. Corno, matraca, castañuelas y sirenas, címbalos, triángulos, trompetas. ¡Grandes tambores! Canon desacompasado, coro anárquico, fanfarria disarmónica. ¡Pasen, pasen! ¡Bombardeen la cabeza del pobre títere, del lamentable mitómano, del chiquillo ridículo! Señor Ridículo, el pequeño ridículo, el insignificante, Señor migaja, Señor colilla que se barre de la mesa con un servilletazo… ¿Creía saber qué es la desdicha el pequeño presumido, imaginaba haber pasado por el colmo del deshonor, la cumbre del sufrimiento, el abismo del desamparo? Amigo mío… ¡nos das risa, eres una verdadera princesa del guisante, una delicada, una muñequita envuelta en plumón de ganso! ¡Una muñeca, sí, una muñeca! Un pedazo de tela relleno de algodón con dos ojitos de vidrio en la cabeza! ¡Espera!, vas a ver, vas a sentir, a captar con fineza lo que es ser desollado, descuartizado, hecho pedazos. Y esto apenas empieza, amigo mío, es tan sólo la introducción… Desbordado por la tormenta de tus voces interiores, ya sin poder apoyarte sobre ninguna palabra, devastado, hundido, lastimado, ya no eres sino un vientre azotado por Terror y Rabia, estómago convulso, intestinos retorcidos, vesícula palpitante. Tus miembros se dislocan, se descolocan, se agitan o se petrifican. Te ves como una marioneta con los hilos enredados. Tú te ves…” (p 53-54)
La novela al terminar es continuada por un extraordinario ensayo del mismo André, La escritura comienza donde el psicoanálisis termina, que finaliza así:
“¿Qué es la belleza en literatura? Es un dicho, una forma del decir que fractura el infinito parloteo interior y la ruidosa charla orgánica del discurso común. Un dicho que acalla, al menos por un instante, el estruendo, y que nos anuncia, como extraño a ese lenguaje al que estamos uncidos, la irrupción de una lengua que llega a ser Otra que ella misma. Un dicho que se impone, como una aparición que viene de la nada y que regresa a la nada, que hace súbitamente palpable el silencio del que procede y que trae, así como la Torah trae el nombre del dios de Moisés, aquello que abre en nosotros, lectores, el porvenir de una página virgen sobre la cual nada más podría inscribirse. Incipit vita nova” (p 205).
¿No estará hablando de poesía?...
De Serge André también hay en español, ¿Qué quiere una mujer?, México, Siglo XXI Editores, 2002, 290 p Traducción de Margarita Gasque y Antonio Marquet.



Thursday, October 19, 2006

Subjetivismo, discontinuidad, impresionismo

por Gustavo Sainz
Si tratáramos de destacar los accidentes más frecuentes en las novelas líricas, quizás podríamos hablar de un extraordinario sentido del ritmo, consistencia de las figuras, productos de la mirada unas veces, sombras otras, voces con frecuencia definidas por la inflexión, y en casos, corroboradas por el gesto. Voces cruzadas o monologantes, miradas que descubren en los objetos otro diseño (tal vez el de la visión) y hacen reverberar el tiempo, inclinándose a la fugacidad o a la eternidad, o ¿por qué no, si vale la paradoja?, a la intemporalidad. Piénsese en las novelas de Virginia Wolf, Lawrence Durrell, Marguerite Yourcenar, William Faukner, o Julio Cortázar.
Ricardo Gullón, en su extraordinario libro La novela Lírica (Barcelona, Cátedra, 1984), confirma: “Hablando de sensaciones y de palabras asociadas libremente todavía debe añadirse esto: la norma es la discontinuidad, perceptible en los cambios de perspectiva y en los desplazamientos del centro de conciencia, e inductora de un tipo de lector a quien se impone una carga reconstructora más activa de la que solía requerirse de él” (p 45)
Todo esto lo podemos ver en las primeras páginas de Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, novela de Antonio Lobo Antúnes (Barcelona, Mondadori, 2004), en donde se ve como la prosa narrativa alcanza una libertad pocas veces usada.

“No sé si ella dijo
-Esta es la casa
o
(tal vez)
-Hace veinte años nosotros
o
(puede ser, no estoy seguro)
-He vivido aquí
o si no no dijo nada, se limitó subir desde Máxima a mi lado, quizá un poco delante de mí
(un poco delante de mí)
ya con una varita, ya con un pedazo de caña en la mano, casi sin mirarme
(de eso me acuerdo)
como si paseásemos aunque algo en sus gestos, en su cara
(una inquietud, una expectativa, un enfado)
asegurarse que ni siquiera paseábamos a través de las calles que la guerra había destruído
(y el mar a nuestra izquierda, el mar allí abajo siempre a nuestra izquierda)
ella sin embargo delante de mí, despacio primero, atenta a las cicatrices de los cañones sin retroceso en las esquinas, al abandono de los patios, a la piscina vacía en la que seguían creciendo los dientes de un soldado muerto, ella despacio primero, casi corriendo después, ajena a mí, soltando la varita o el pedazo de caña, corriendo no como corren las blancas, sino como corren las negras entre las que la criaron
(véase informe anexo)
a pesar de la importancia y de la fortuna de su tío, y ella niña, ella blanca, comiendo polenta del pueblo y asando grillos en un asador, ella ahora mujer en lo alto de la colina
el mar a nuestra izquierda, las traineras, la isla, todo simétrico, alineado, quieto, ella esperándome delante de lo que debía de haber sido un muro y más allá del muro lo que debía de haber sido un invernadero de orquídeas, fragmentos de arriates, escaleras de mármol
(la mitad de una escalera de mármol)
invadidos por la hierba, ahogados en la hierba, uno de los pájaros gordos de la circunvalación, con una rata en el pico, huyó de nosotros meneándose hasta volar a duras penas, ella mostrándome la fachada
-Esta era la casa
una ruina de dos o tres pisos
(Documento clasificado 16 J: tres pisos)
donde se adivinaba la sucesión de las salas y a la que le faltaban ventanas, balcones y puertas, las barracas de las negras esas que deben de haberla criado al fondo, no recuerdo si dijo
-Hace veinte años nosotros
o
-Fue allí donde mi tío
o imagino que dijo
-Fue allí donde mi tío
ella inmóvil aunque me diese la impresión de que seguía corriendo en otro tiempo y asustando a las gallinas de las negras, las lavanderas, las cocineras, las que servían a la mesa con el delantal almidonado, atormentadas por los zapatos que no estaban acostumbradas a usar, ella que señalaba cornisas, restos de muebles, una araña que se mantenía pegada a su base de escayola temblando cada vez que pasa el viento
(la brisa del atardecer en la neblina)
traía tierra y hojas, ella sacudiéndose las hojas de la blusa, del pelo, mirándome como si reparase finalmente en mí, como si finalmente yo
(sin importancia hasta entonces)
comenzase a existir, ella mostrándome lo que no había de la misma forma que casi no había Luanda, no había Angola, no existía Africa, había un segundo pájaro gordo que rasgaba el uniforme de un segundo soldado muerto
(conste que también montones de dientes seguían creciendo, únicamente al aceptar este trabajo, lejos de mi país, me di cuenta de que los difuntos)” (p 11-13)

No se intenta superar nada, el texto se abre a solicitaciones que ofrecen la posibilidad de desplegar medios de expresión que por ser “nuevos” pudieran dar como resultado algo nuevo también. Los invito a asomarse a la narrativa de Antonio Lobo Antunes.

Saturday, September 02, 2006

Campo de Plumas

Texto: Gustavo Sainz Fotografía: Alejandro Zenker Modelo: Leda Trocherie















La prisionera y La fugitiva, son dos novelas de Marcel Proust que conforman parte de su extensa obra maestra En busca del tiempo perdido. (Cuando las leí, vivía con una chica que me celaba llamándolos El arte de perder el tiempo). Lo interesante o peculiar de estos dos volúmenes es que focalizan la relación del narrador con Albertine, pero curiosamente lo que cuenta La prisionera es una huída, y lo que cuenta La fugitiva es una detención. Albertine cautiva se dedica a jaquear la vigilancia de su carcelero. Albertine desaparecida aprisiona a aquel a quien ha abandonado. El narrador no puede tener ni un solo pensamiento des-albertinado, no puede sustraerse a esa ausencia inexorable, no puede hacer ningún movimiento que no lo lleve de nuevo hacia ella. La prisionera es un ser que se desvanece. La fugitiva es un ser que lo obsesiona. ¿Qué es el sentimiento amoroso? Dice Alain Finkielkraut “la imposibilidad de escapar de quien se nos escapa siempre”. Cuando está lejos la otra persona nos obsesiona, nos acosa. Es un fantasma exigente que nos consume una cuota tremenda de afecto y sólo nos deja para el resto del mundo residuos de ternura y una curiosidad desinteresada. Cuando está con uno, a pesar de su disposición y de su abandono, la otra persona nunca está del todo presente. Algo la arrebata de mi avidez. Hasta en la intimidad de la batalla amorosa todo ocurre como si el otro no morara en el mismo lugar que uno. La soledad de dos personas tal vez pueda poner a disposición de uno el cuerpo amado, pero éste de manera obstinada no nos es accesible. Las puertas cerradas de la casa o el departamento no eliminan las distancias sino solamente suprimen las causas accidentales. De ahí ese desbarajuste de inquietud, ternura y deseo que consiste en “perseguir lo que ya está presente, en buscar lo que ya ha encontrado”, Lévinas dixit, “en solicitar lo que se escapa sin cesar de su forma”, otra vez Lévinas, Emmanuele. Parajodas (no “paradojas”) de recámara: En el amor la presencia es una modalidad de la ausencia.
La manera intensa ay inquisitiva ansiosa hambrienta exigente con la que te miro (los aztecas decían que había quien fornicaba con la mirada) la manera silenciosa en que espero la palabra que me dará o me arrebatará la esperanza de un encuentro para un futuro todavía no presente y mientras llega esa posibilidad para que el encuentro nos encuentre la manera en que mi imaginación alterna de la alegría a la desesperación o las siente o padece o goza simultáneamente todo hace que mi bendita atención frente a ti sea demasiado temblorosa para que pueda obtener una imagen realmente nítida y verdadera desacralizada que tal vez mis doscientos ocho sentidos ejercitados a la vez cuando trato de conocer sólo con las miradas lo que hay más allá de ellas sea demasiado indulgente con las mil formas con todas las modalidades y movimientos de la persona viva que generalmente inmovilizamos cuando no amamos porque el modelo querido ay en cambio se mueve y nunca tendremos de él ay más que fotografías insuficientes…

Te amo. ¿A tu juventud? ¿Las curvas de tu cuerpo? ¿La prominencia de tus nalgas? ¿La dimensión de tus senos? ¿El brillo de tus ojos? ¿Lo contagioso de tu sonrisa? ¿La brevedad de tu cintura? ¿Lo bien torneado de tus piernas? ¿Tus méritos académicos? ¿La manera como te vistes? ¿La manera como te peinas? ¿Tu palidez impecable? ¿Tu fragilidad? ¿Tu disponibilidad? ¿La constelación de tus lunares? ¿Tu sentido de humor? ¿Tu dulzura? ¿La cantidad de ternura que pareces dispuesta a compartir? ¿Tu sensualidad? ¿Tu manera tan coqueta de caminar? ¿La suavidad de tu piel? ¿El sabor de tu saliva y de tus jugos vaginales? ¿El hecho maravilloso de tu existencia? Decía Pascal “que uno no ama a las personas, sino a sus cualidades”. Así el que ama a una persona por su belleza física, si ésta sufre un accidente que la transforma, aunque no mate a la persona, mata el amor que despertaba. Hegel, por el contrario, dice que “amar es atribuir un valor positivo al ser mismo de aquel a quien se ama independientemente de sus actos o de sus propiedades singulares y perecederas. Proust contradice y afirma “que el amor no se dirige ni a la persona, ni a sus particularidades, sino que se refiere al enigma del otro, a su distancia definitiva, a su incógnito, a esa manera que tiene de no estar nunca en el mismo nivel que yo, ni siquiera en nuestros momentos más íntimos. El “tú” de “yo te amo”, nunca es exactamente mi igual o mi contemporáneo y el amor es una insensata investigación de éste anacronismo. De los amantes dice Lévinas, se puede decir según una fórmula que resume la igualdad, la justicia, la caricia, la comunicación y la trascendencia, fórmula admirable por su precisión y su gracia, verdadera “parajoda” de recámara, “que están juntos pero no todavía”.
Dicen que los amantes se abren a una multiplicidad incomprensible de maravillosos instantes y que esos instantes son en sí mismos eternidades y dicen que la mujer es quien convoca violentamente esas fuerzas que la subvertirán que nada puede contener ya la impaciencia de sus límites por ser desbordados que sólo la espera la vida en alta tensión la renuncia a la vida uniforme vulgar ordinaria la necesidad de gastar unas fuerzas nuevas para mantenerse al parejo con el desencadenamiento que la traspasa y dicen también que jamás el goce anula lo viviente lo dilata sino por el contrario como nadie es capaz de hacerlo sólo por falta de imaginación ha sido posible compararlo con la experiencia agónica y hasta “muerte chiquita” lo llaman los franceses y dicen además los que saben que todo el cuerpo pierde su carácter natural y que hasta la misma evidencia de la sexualidad es derrotada aparatosamente que cada nueva sensación derrota el enrolamiento genital y que el organismo incendiado se convierte en una monstruosidad placentera frente a la anatomía en una incalificable fuente de impudor en un absurdo libidinal que trasporta el fuego el deseo la sangre el tumulto de todos los horizontes de la carne y la amada y el amado son absorbidos ahora sí en una suma de instantes que se eternizan…

El amor, dicen, transfigura a unos seres normales en seres huidizos. Cuando una muchacha desbarata mis proyecciones y confunde mis fantasmas tengo la certidumbre de amarla. Un pleonasmo: el amor loco. Pero el privilegio de un ser volátil es el de poder desaparecer y todo destello evoca la inminencia de su desvanecimiento. “Una jaula iba en busca de un pájaro”, escribió Kafka, lo que en materia amorosa señalan los que saben debería enunciarse así: una palabra-jaula salió en busca de la muchacha-pájaro.