Saturday, September 02, 2006

Campo de Plumas

Texto: Gustavo Sainz Fotografía: Alejandro Zenker Modelo: Leda Trocherie















La prisionera y La fugitiva, son dos novelas de Marcel Proust que conforman parte de su extensa obra maestra En busca del tiempo perdido. (Cuando las leí, vivía con una chica que me celaba llamándolos El arte de perder el tiempo). Lo interesante o peculiar de estos dos volúmenes es que focalizan la relación del narrador con Albertine, pero curiosamente lo que cuenta La prisionera es una huída, y lo que cuenta La fugitiva es una detención. Albertine cautiva se dedica a jaquear la vigilancia de su carcelero. Albertine desaparecida aprisiona a aquel a quien ha abandonado. El narrador no puede tener ni un solo pensamiento des-albertinado, no puede sustraerse a esa ausencia inexorable, no puede hacer ningún movimiento que no lo lleve de nuevo hacia ella. La prisionera es un ser que se desvanece. La fugitiva es un ser que lo obsesiona. ¿Qué es el sentimiento amoroso? Dice Alain Finkielkraut “la imposibilidad de escapar de quien se nos escapa siempre”. Cuando está lejos la otra persona nos obsesiona, nos acosa. Es un fantasma exigente que nos consume una cuota tremenda de afecto y sólo nos deja para el resto del mundo residuos de ternura y una curiosidad desinteresada. Cuando está con uno, a pesar de su disposición y de su abandono, la otra persona nunca está del todo presente. Algo la arrebata de mi avidez. Hasta en la intimidad de la batalla amorosa todo ocurre como si el otro no morara en el mismo lugar que uno. La soledad de dos personas tal vez pueda poner a disposición de uno el cuerpo amado, pero éste de manera obstinada no nos es accesible. Las puertas cerradas de la casa o el departamento no eliminan las distancias sino solamente suprimen las causas accidentales. De ahí ese desbarajuste de inquietud, ternura y deseo que consiste en “perseguir lo que ya está presente, en buscar lo que ya ha encontrado”, Lévinas dixit, “en solicitar lo que se escapa sin cesar de su forma”, otra vez Lévinas, Emmanuele. Parajodas (no “paradojas”) de recámara: En el amor la presencia es una modalidad de la ausencia.
La manera intensa ay inquisitiva ansiosa hambrienta exigente con la que te miro (los aztecas decían que había quien fornicaba con la mirada) la manera silenciosa en que espero la palabra que me dará o me arrebatará la esperanza de un encuentro para un futuro todavía no presente y mientras llega esa posibilidad para que el encuentro nos encuentre la manera en que mi imaginación alterna de la alegría a la desesperación o las siente o padece o goza simultáneamente todo hace que mi bendita atención frente a ti sea demasiado temblorosa para que pueda obtener una imagen realmente nítida y verdadera desacralizada que tal vez mis doscientos ocho sentidos ejercitados a la vez cuando trato de conocer sólo con las miradas lo que hay más allá de ellas sea demasiado indulgente con las mil formas con todas las modalidades y movimientos de la persona viva que generalmente inmovilizamos cuando no amamos porque el modelo querido ay en cambio se mueve y nunca tendremos de él ay más que fotografías insuficientes…

Te amo. ¿A tu juventud? ¿Las curvas de tu cuerpo? ¿La prominencia de tus nalgas? ¿La dimensión de tus senos? ¿El brillo de tus ojos? ¿Lo contagioso de tu sonrisa? ¿La brevedad de tu cintura? ¿Lo bien torneado de tus piernas? ¿Tus méritos académicos? ¿La manera como te vistes? ¿La manera como te peinas? ¿Tu palidez impecable? ¿Tu fragilidad? ¿Tu disponibilidad? ¿La constelación de tus lunares? ¿Tu sentido de humor? ¿Tu dulzura? ¿La cantidad de ternura que pareces dispuesta a compartir? ¿Tu sensualidad? ¿Tu manera tan coqueta de caminar? ¿La suavidad de tu piel? ¿El sabor de tu saliva y de tus jugos vaginales? ¿El hecho maravilloso de tu existencia? Decía Pascal “que uno no ama a las personas, sino a sus cualidades”. Así el que ama a una persona por su belleza física, si ésta sufre un accidente que la transforma, aunque no mate a la persona, mata el amor que despertaba. Hegel, por el contrario, dice que “amar es atribuir un valor positivo al ser mismo de aquel a quien se ama independientemente de sus actos o de sus propiedades singulares y perecederas. Proust contradice y afirma “que el amor no se dirige ni a la persona, ni a sus particularidades, sino que se refiere al enigma del otro, a su distancia definitiva, a su incógnito, a esa manera que tiene de no estar nunca en el mismo nivel que yo, ni siquiera en nuestros momentos más íntimos. El “tú” de “yo te amo”, nunca es exactamente mi igual o mi contemporáneo y el amor es una insensata investigación de éste anacronismo. De los amantes dice Lévinas, se puede decir según una fórmula que resume la igualdad, la justicia, la caricia, la comunicación y la trascendencia, fórmula admirable por su precisión y su gracia, verdadera “parajoda” de recámara, “que están juntos pero no todavía”.
Dicen que los amantes se abren a una multiplicidad incomprensible de maravillosos instantes y que esos instantes son en sí mismos eternidades y dicen que la mujer es quien convoca violentamente esas fuerzas que la subvertirán que nada puede contener ya la impaciencia de sus límites por ser desbordados que sólo la espera la vida en alta tensión la renuncia a la vida uniforme vulgar ordinaria la necesidad de gastar unas fuerzas nuevas para mantenerse al parejo con el desencadenamiento que la traspasa y dicen también que jamás el goce anula lo viviente lo dilata sino por el contrario como nadie es capaz de hacerlo sólo por falta de imaginación ha sido posible compararlo con la experiencia agónica y hasta “muerte chiquita” lo llaman los franceses y dicen además los que saben que todo el cuerpo pierde su carácter natural y que hasta la misma evidencia de la sexualidad es derrotada aparatosamente que cada nueva sensación derrota el enrolamiento genital y que el organismo incendiado se convierte en una monstruosidad placentera frente a la anatomía en una incalificable fuente de impudor en un absurdo libidinal que trasporta el fuego el deseo la sangre el tumulto de todos los horizontes de la carne y la amada y el amado son absorbidos ahora sí en una suma de instantes que se eternizan…

El amor, dicen, transfigura a unos seres normales en seres huidizos. Cuando una muchacha desbarata mis proyecciones y confunde mis fantasmas tengo la certidumbre de amarla. Un pleonasmo: el amor loco. Pero el privilegio de un ser volátil es el de poder desaparecer y todo destello evoca la inminencia de su desvanecimiento. “Una jaula iba en busca de un pájaro”, escribió Kafka, lo que en materia amorosa señalan los que saben debería enunciarse así: una palabra-jaula salió en busca de la muchacha-pájaro.

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