Thursday, October 19, 2006

Subjetivismo, discontinuidad, impresionismo

por Gustavo Sainz
Si tratáramos de destacar los accidentes más frecuentes en las novelas líricas, quizás podríamos hablar de un extraordinario sentido del ritmo, consistencia de las figuras, productos de la mirada unas veces, sombras otras, voces con frecuencia definidas por la inflexión, y en casos, corroboradas por el gesto. Voces cruzadas o monologantes, miradas que descubren en los objetos otro diseño (tal vez el de la visión) y hacen reverberar el tiempo, inclinándose a la fugacidad o a la eternidad, o ¿por qué no, si vale la paradoja?, a la intemporalidad. Piénsese en las novelas de Virginia Wolf, Lawrence Durrell, Marguerite Yourcenar, William Faukner, o Julio Cortázar.
Ricardo Gullón, en su extraordinario libro La novela Lírica (Barcelona, Cátedra, 1984), confirma: “Hablando de sensaciones y de palabras asociadas libremente todavía debe añadirse esto: la norma es la discontinuidad, perceptible en los cambios de perspectiva y en los desplazamientos del centro de conciencia, e inductora de un tipo de lector a quien se impone una carga reconstructora más activa de la que solía requerirse de él” (p 45)
Todo esto lo podemos ver en las primeras páginas de Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, novela de Antonio Lobo Antúnes (Barcelona, Mondadori, 2004), en donde se ve como la prosa narrativa alcanza una libertad pocas veces usada.

“No sé si ella dijo
-Esta es la casa
o
(tal vez)
-Hace veinte años nosotros
o
(puede ser, no estoy seguro)
-He vivido aquí
o si no no dijo nada, se limitó subir desde Máxima a mi lado, quizá un poco delante de mí
(un poco delante de mí)
ya con una varita, ya con un pedazo de caña en la mano, casi sin mirarme
(de eso me acuerdo)
como si paseásemos aunque algo en sus gestos, en su cara
(una inquietud, una expectativa, un enfado)
asegurarse que ni siquiera paseábamos a través de las calles que la guerra había destruído
(y el mar a nuestra izquierda, el mar allí abajo siempre a nuestra izquierda)
ella sin embargo delante de mí, despacio primero, atenta a las cicatrices de los cañones sin retroceso en las esquinas, al abandono de los patios, a la piscina vacía en la que seguían creciendo los dientes de un soldado muerto, ella despacio primero, casi corriendo después, ajena a mí, soltando la varita o el pedazo de caña, corriendo no como corren las blancas, sino como corren las negras entre las que la criaron
(véase informe anexo)
a pesar de la importancia y de la fortuna de su tío, y ella niña, ella blanca, comiendo polenta del pueblo y asando grillos en un asador, ella ahora mujer en lo alto de la colina
el mar a nuestra izquierda, las traineras, la isla, todo simétrico, alineado, quieto, ella esperándome delante de lo que debía de haber sido un muro y más allá del muro lo que debía de haber sido un invernadero de orquídeas, fragmentos de arriates, escaleras de mármol
(la mitad de una escalera de mármol)
invadidos por la hierba, ahogados en la hierba, uno de los pájaros gordos de la circunvalación, con una rata en el pico, huyó de nosotros meneándose hasta volar a duras penas, ella mostrándome la fachada
-Esta era la casa
una ruina de dos o tres pisos
(Documento clasificado 16 J: tres pisos)
donde se adivinaba la sucesión de las salas y a la que le faltaban ventanas, balcones y puertas, las barracas de las negras esas que deben de haberla criado al fondo, no recuerdo si dijo
-Hace veinte años nosotros
o
-Fue allí donde mi tío
o imagino que dijo
-Fue allí donde mi tío
ella inmóvil aunque me diese la impresión de que seguía corriendo en otro tiempo y asustando a las gallinas de las negras, las lavanderas, las cocineras, las que servían a la mesa con el delantal almidonado, atormentadas por los zapatos que no estaban acostumbradas a usar, ella que señalaba cornisas, restos de muebles, una araña que se mantenía pegada a su base de escayola temblando cada vez que pasa el viento
(la brisa del atardecer en la neblina)
traía tierra y hojas, ella sacudiéndose las hojas de la blusa, del pelo, mirándome como si reparase finalmente en mí, como si finalmente yo
(sin importancia hasta entonces)
comenzase a existir, ella mostrándome lo que no había de la misma forma que casi no había Luanda, no había Angola, no existía Africa, había un segundo pájaro gordo que rasgaba el uniforme de un segundo soldado muerto
(conste que también montones de dientes seguían creciendo, únicamente al aceptar este trabajo, lejos de mi país, me di cuenta de que los difuntos)” (p 11-13)

No se intenta superar nada, el texto se abre a solicitaciones que ofrecen la posibilidad de desplegar medios de expresión que por ser “nuevos” pudieran dar como resultado algo nuevo también. Los invito a asomarse a la narrativa de Antonio Lobo Antunes.

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